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realmente el de Frederick. El cadáver estaba un poco desfigurado, por lo
que no podía hablar con absoluta seguridad, pero me reiteró la confianza
de que Frederick estaba muerto y que su carta no era más que una burla
cruel y maliciosa.
»Lo mismo ocurrió en otras ocasiones. Cuando parecía que mis relaciones
con cualquier hombre tomaban cierto carácter íntimo, recibía otra carta
amenazadora.
¿Era la letra de su marido? pregunté.
No podría decirlo replicó ella lentamente . Yo no tenía cartas ante-
riores de él.
Sólo podía fiarme de la memoria.
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Asesinato en Mesopotamia
¿No hacía ninguna alusión, ni empleaba palabras que pudieran darle a
usted la necesaria seguridad?
No. Entre nosotros usábamos ciertas expresiones; apodos, por ejemplo.
Mi seguridad hubiera sido completa si hubiera empleado o citado algunas
de esas expresiones en las cartas.
Sí, es extraño comenté pensativamente . Parecía como si se tratara de
otra persona. ¿Pero quién más podría ser?
Existe una posibilidad de que fuera otro. Frederick tenía un hermano
menor; un muchacho que, cuando nos casamos, tenía diez o doce años.
Adoraba a Frederick y éste le quería mucho. No sé qué fue de William, que
así se llamaba, después de todo aquello. Tal vez, como sentía un fanático
afecto por su hermano, haya crecido considerándome como la principal
responsable de su muerte. Siempre me tuvo celos y pudo imaginar lo de las
cartas como una manera de castigarme.
Quizá sea así dije . Es curiosa la manera que emplean los niños cuan-
do recuerdan las cosas y experimentan una conmoción espiritual.
Ya lo sé. Ese muchacho puede haber dedicado su vida a la venganza.
Continúe, por favor.
No me queda mucho por decir. Conocí a Eric hace tres años. No quería
volver a casarme, pero Eric me hizo cambiar de opinión. Hasta el día de
nuestra boda estuve esperando una de las cartas amenazadoras. Pero
no llegó ninguna. Supuse que, o bien el que escribía había muerto o se
había cansado de su cruel diversión. Pero a los dos días de casada, recibí
ésta.
Atrajo hacia sí una pequeña cartera que había sobre la mesa; la abrió y sacó
de ella una carta que me entregó. La tinta tenía un tono desvaído. La letra
era más bien de estilo femenino, de trazos inclinados.
Has desobedecido y ahora no te escaparás. ¡Sólo debes ser la es-
posa de Frederick Borner! Tienes que morir.
Me asusté, pero no tanto como en ocasiones anteriores. La compañía de
Eric me daba una sensación de seguridad. Luego un mes más tarde, recibí
una segunda carta.
No lo he olvidado. Estoy madurando mis planes. Tienes que mo-
rir. ¿Por qué has desobedecido?
¿Su esposo está enterado de esto? pregunté.
La señora Leidner contestó lentamente.
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Agatha Christie
Sabe que me han amenazado. Le enseñé las dos cartas cuando recibí la
segunda de ellas. Opinó que se trataba de una burla. O que se trataba de
alguien que quería hacerme objeto de explotación con el pretexto de que
mi primer marido estaba vivo.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
Unos pocos días después de recibir la segunda carta estuvimos a punto
de morir asfixiados. Alguien entró en nuestro apartamento, cuando está-
bamos durmiendo, y abrió la llave del gas. Por fortuna, me desperté y me
di cuenta a tiempo. Aquello me hizo perder la entereza. Le conté a Eric
que durante años me había visto perseguida y le aseguré que aquel loco,
quienquiera que fuese, estaba realmente dispuesto a matarme. Creo que,
por vez primera, tuve la certeza de que era Frederick. Hubo siempre, detrás
de su afectuosidad, un fondo despiadado. Creo que Eric se alarmó todavía
más que yo. Quería denunciar el caso a la policía, pero, era natural, yo me
opuse. Al final convinimos en que vendría aquí con él y que sería aconseja-
ble que no volviera a América en el próximo verano, sino que me quedara
en Londres o París.
Llevamos a cabo nuestro plan y todo salió bien. Estaba segura de que ya
saldría bien todo. Habíamos puesto medio mundo entre nosotros y mi ene-
migo. Pero luego, hace poco más de tres semanas, recibí una carta con sello
iraquí.
Me entregó una tercera carta.
Creías que podrías escapar, pero te has equivocado. No puedes
seguir viviendo después de haberme sido infiel. Siempre te lo
advertí. La muerte no está muy lejos.
Y hace una semana... ¡ésta! La encontré aquí mismo, sobre la mesa. Ni
siquiera vino por correo.
Cogí la hoja de papel que me daba. Sólo habían escrito en ella dos palabras:
He llegado.
La señora Leidner me miró fijamente.
¿Lo ve usted? ¿Lo entiende? Me va a matar. Puede ser Frederick o el pe-
queño William; pero me va a matar.
Su voz se levantó temblorosa. Le cogí una muñeca.
Vamos...vamos dije con tono admonitorio . No se excite. Aquí esta-
mos todos para protegerla. ¿Tiene algún frasco de sales?
Con la cabeza me indicó el lavabo. Le di una buena dosis.
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Asesinato en Mesopotamia
Así está mejor. Pero, enfermera, ¿se da usted cuenta de por qué me en-
cuentro en este estado? Cuando vi a aquel hombre mirando por la ventana,
pensé: Ya llegó...
Hasta desconfié cuando llegó usted. Pensé que tal vez podía ser usted un
hombre disfrazado.
¡Qué idea!
Ya sé que parece absurdo. Pero podía estar usted de acuerdo con él. No
haber sido una verdadera enfermera.
¡Pero eso son tonterías!
Sí, tal vez. Mas yo estaba fuera de mí.
Sobrecogida por una repentina idea, dije:
Supongo que reconocería a su primer marido si lo viera.
Respondió despacio:
No lo sé. Hace ya más de quince años. Quizá no reconozca su cara.
Luego se estremeció.
Lo vi una noche... pero era una cara de difunto. Oí unos golpecitos en la
ventana y luego vi una cara; una cara de ultratumba que gesticulaba más
allá del cristal.
Empecé a gritar. Y cuando llegaron todos, dijeron que allí no había nada.
Recordé lo que me contó la señora Mercado.
¿No cree usted que entonces estaba soñando? pregunté indecisa.
¡Estoy segura de que no!
Yo no lo estaba tanto. Era una pesadilla que podía darse en aquellas
circunstancias y que fácilmente se confundiría con un hecho real. Pero
no tengo por costumbre el contradecir a mis pacientes. Tranquilicé lo
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