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nada más que por sus títulos; a veces imaginaba una continuación en la que el
silbido se iba adentrando en la Argentina visible e invisible, la envolvía en
su piolín reluciente y proponía a la estupefacción universal ese matambre
arrollado que poco tenía que ver con la versión áulica de las embajadas y el
contenido del rotograbado dominical y digestivo de los Gainza Mitre Paz, y
todavía menos con los altibajos de Boca Juniors y los cultos necrofílicos de
la baguala y el barrio de Boedo. «La puta que te parió» (a un clavo), «no me
dejan siquiera pensar tranquilo, carajo». Por lo demás esas imaginaciones le
repugnaban por lo fáciles, aunque estuviera convencido de que a la Argentina
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había que agarrarla por el lado de la vergüenza, buscarle el rubor escondido
por un siglo de usurpaciones de todo género como tan bien explicaban sus
ensayistas, y para eso lo mejor era demostrarle de alguna manera que no se la
podía tomar en serio como pretendía. ¿Quién se animaría a ser el bufón que
desmontara tanta soberanía al divino cohete? ¿Quién se le reiría en la cara
para verla enrojecer y acaso, alguna vez, sonreír como quien encuentra y
reconoce? Che, pero pibe, qué manera de estropearse el día. A ver si ese
clavito se resistía menos que los otros, tenía un aire bastante dócil.
«Qué frío bárbaro hace», se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la
autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era imposible
sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor golpe del
martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía
a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol empezaba a
dar de lleno en la pieza (era la luna sobre las estepas cubiertas de nieve, y
él silbaba para azuzar a los caballos que impulsaban su tarantás), a las tres
no quedaría un solo rincón sin nieve, se iba a helar lentamente hasta que lo
ganara la somnolencia tan bien descrita y hasta provocada en los relatos
eslavos, y su cuerpo quedara sepultado en la blancura homicida de las lívidas
flores del espacio. Estaba bien eso: las lívidas flores del espacio. En ese
mismo momento se pegó un martillazo de lleno en el dedo pulgar. El frío que
lo invadió fue tan intenso que tuvo que revolcarse en el suelo para luchar
contra la rigidez de la congelación. Cuando por fin consiguió sentarse,
sacudiendo la mano en todas direcciones, estaba empapado de pies a cabeza,
probablemente de nieve derretida o de esa ligera llovizna que alterna con las
lívidas flores del espacio y refresca la piel de los lobos.
Traveler se estaba atando el pantalón del piyama y desde su ventana veía
muy bien la lucha de Oliveira contra la nieve y la estepa. Estuvo por darse
vuelta y contarle a Talita que Oliveira se revolcaba por el piso sacudiendo
una mano, pero entendió que la situación revestía cierta gravedad y que era
preferible seguir siendo un testigo adusto e impasible.
Por fin salís, qué joder dijo Oliveira . Te estuve silbando media
hora. Mirá la mano cómo la tengo machucada.
No será de vender cortes de gabardina dijo Traveler.
De enderezar clavos, che. Necesito unos clavos derechos y un poco de
yerba.
Es fácil dijo Traveler. Esperá.
Armá un paquete y me lo tirás.
Bueno dijo Traveler. Pero ahora que lo pienso me va a dar trabajo ir
hasta la cocina.
¿Porqué? dijo Oliveira . No está tan lejos.
No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.
Pará por debajo sugirió Oliveira . A menos que los cortes. El
chicotazo de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés
te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico
clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.
Lo malo en vos dijo Traveler es que cualquier problema lo retrotraés
a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che. Y mirá
que la tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma
interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el
cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.
Vos no seguiste el razonamiento dijo Oliveira, ofendido . Primero
mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me
antepusiste que unas piolas no te dejaban ir a la cocina, y era bastante
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