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El último de estos pensamientos me llenaba de horror, porque
naturalmente entrañaba esta reflexión:
-A no ser por mí, que le descubrí, ese muchacho correría libre
por los campos, estaría en camino de su querida aldea y tal vez, llega-
ría mañana a la puerta de sus padres, gritando alborozado: «¡ Abrid!
¡abrid!.. ¡Soy yo!..»
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Tales ideas habrían bastado para volverme loco. No atreviéndo-
me a referir aquel triste suceso a mi mujer, permanecía con la cabeza
inclinada sobre, el pecho, silencioso y meditabundo.
En aquel instante los destacamentos de la Ruleta de Tres, Casas,
y de la fuente del Castillo pasaban por la calle a paso redoblado. Ban-
dadas de chiquillos recorrían la ciudad buscando los cascos de las
bombas arrojadas durante la noche; Los vecinos se reunían en corri-
llos delante de sus casas, para contarse unos a otros episodios del
bombardeo, y a pesar de los techos hundidos, las chimeneas derriba-
das y los sustos pasados, todos reían y platicaban tan alegremente co-
mo si, nada hubiera sucedido.
Mientras observábamos todo esto desde la ventana oímos pasos
en la escalera y a los pocos instantes vimos entrar a nuestro sargento,
con su fusil en bandolera y el capote, y las polainas llenas de lodo.
¡Bravo!.. -exclamó, al verme; -¡le felicito, señor Moisés! -gritó:
-¿parece que esta noche nos hemos distinguido?
-¡Calle! ¿Pues qué ha pasado, sargento? preguntó mi mujer, al-
go admirada.
-¡Cómo! ¿no le ha contado su marido su magnánima acción... su
rasgo de valor?... ¿No le ha dicho que, el guardia nacional Samuel
Moisés, que, estaba de patrulla en el bastión del Hospital, ha descu-
bierto y arrestado a un desertor en fragrante delito? Así consta en el
parte que ha dado el subteniente Schnindret.
-Mas yo no estaba solo -respondí avergonzado; -éramos cuatro.
-¡Ya! pero fue usted, quien siguió la pista al fugitivo y bajó luego
a los fosos, alumbrando con su linterna... Vamos, señor Moisés, no
hay motivo para ocultar su noble comportamiento. Va usted a ascen-
der a cabo primero. Mañana a las nueve, se reunirá el Consejo de gue-
rra que ha de juzgar a ese miserable y... no pase usted cuidado, llevará
su merecido.
Calcula, amigo Federico, cuál no sería mi turbación al oír estas
palabras.
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Zefen, Sara y los niños mirábanme espantados. No sabía qué res-
ponder.
-En fin -añadió el sargento, estrechándome la mano, -voy a mu-
darme el uniforme y luego hablaremos, señor Moisés. ¡Siempre he
creído que llegaría usted a distinguirse!
Hablando así el sargento, reía como tenía por costumbre, gui-
ñando los ojos con maligna expresión.
-¿Será, cierto, Moisés -preguntó Sara, pálida como un cadáver,
cuando hubo salido el veterano, -será cierto lo que acabo de oír?
-Ignoraba que fuera un desertor -respondí con voz trémula;
-además, aquel muchacho debió andar más precavido. Hubiera debido
bajar a la plaza del Hospital y, dando un pequeño rodeo, meterse en la
callejuela y no salir de allí hasta estar seguro de que no le perse-
guían... El tiene la culpa de su desgracia... Pero yo... yo no, sabía na-
da... nada absolutamente.
-Oye, Moisés -replicó mi mujer, -es preciso que vayas enseguida
a ver a Burguet. Si ese hombre, es fusilado, su sangre caerá sobre
nuestros hijos, ¿entiendes? ¡Date prisa, Moisés, date prisa: Corre a
casa de Burguet!
No quise escuchar más y salí presuroso. Lo único que temía era
no encontrar en su domicilio a mi amigo. Afortunadamente, al abrir la
puerta de la habitación que ocupaba en casa de Cauchois, encontréle
presentando su barba al maestro Vesenaire para que le afeitara en me-
dio de los papeles, y librotes que llenaban el aposento.
-¡Oh! ¡Oh! -exclamó alegremente al verme. -¿A que debo el pla-
cer de su visita, querido Moisés?
-Vengo a pedirle un favor.
-¡Carape! Supongo que no se tratará de dinero, porque me pon-
dría en el duro trance de no poder complacerle.
Y se echó a reír, mientras su anciana sirvienta, María Loriot, que
acababa de entrar, repetía como un eco:
-No podría complacerle. ¡Como que estamos debiendo tres mesas
del barba al señor Vesenaire! ¿ No es cierto, maestro?
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Hablaba la criada con seriedad y en tono de reconvención. Bur-
guet, en lugar de enfadarse seguía riendo a mandíbula batiente. Siem-
pre me ha sorprendido que un hombre de tanto talento. como era él,
tuviera necesidad de divertirse a expensas de aquella pobre mujer que,
aunque solía mezclarse en todos sus asuntos, no sufría nunca la menor
reconvención.
Mientras Vesenaire seguía afeitándole referí a Burguet lo ocurri-
do durante, la ronda de la noche anterior y el arresto del joven solda-
do, concluyendo por suplicarle que tomara a su cargo la defensa de
aquel infeliz, puesto que él únicamente era capaz de salvarle y de de-
volver la tranquilidad a mi familia. Así lo creíamos ciegamente, Sara
Zeffen y yo, y por eso depositábamos en él toda nuestra confianza.
¡Ah, Moisés! -contestó, cuando yo hube terminado; -ataca usted
mi lado débil. Puesto que, según dice usted, únicamente yo puedo sal-
var a ese pobre, muchacho, será, preciso hacer un esfuerzo para con-
seguirlo. Sin embargo, me parece una cosa difícil, porque desde hace
quince días las deserciones van aumentando, y el Consejo quiere hacer
un escarmiento. El asunto es muy grave... Si trae usted dinero, Moi-
sés, tenga la bondad de darle cuatro sueldos a Vesenaire para que beba
a nuestra salud.
Sin replicar palabra entregué algunas monedas al digno barbero,
que salió de la estancia haciéndonos una gran reverencia.
Burguet acabó entonces de vestirse y me tomó del brazo, dicien-
do:
¡Ea, vamos a ver eso!
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